martes, 22 de marzo de 2011

Y todo transcurría así, entre meriendas de fruta y baños de sol, carreras a todo correr por las pendientes y zambullidas en los laguitos, siestas a la sombra de un cerezo y trepidaciones renovadas.


Hasta que, una tarde, la luz cambiaba.
Hinchados nubarrones morados aparecían en el horizonte y, gruñendo y tronando, iban ascendiendo para disputarse el cielo sobre nuestras cabezas. Se empujaban y retorcían hasta que, tras su siniestra capa, desaparecía todo rastro de color celeste. Entonces, en una oscuridad antinatural caía sobre el valle, un velo oscuro que borraba los colores y aplanaba los perfiles.
La playa, calurosa e invitante, de repente se volvía hostil, gris, fría, lamida por un mar amenazador. Desvanecidas las olas esmeralda, el agua reflejaba el humor del cielo y se oscurecía, tan densa como el metal fundido, inmóvil, como si estuviera en trágica espera bajo el cielo plomizo, rebosante de lluvia.


Cuando la columnita de  mercurio, extenuada, bajaba y bajaba hasta marcar los trece, los once grados, los truenos callaban por fin y volvía el sol. 
Pero no era el mismo sol de los juegos en la playa. Tímido, distraido, irreconocible, ahora se quedaba a lo lejos del horizonte y parecía estar yendo a otra parte.



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